miércoles, 7 de octubre de 2015

Nogal creciente.

Rayos vacíos


Aunque era el atardecer el sol aún luchaba para dar su mayor efectividad. En el cielo se dibujaban varias nubes de varias tonalidades, desde el rosa mas dulce al rojo más feroz. Era un escenario digno de ver.
Se desapretó la corbata pues le agobiaba tenerla tan apretada, se dispuso a emprender el camino hacia donde debiera de ir. Sacó el teléfono móvil del bolsillo y tecleó varias teclas conectó los auriculares y le dio al play de su lista de reproducción. 
Al escuchar las primeras notas de aquella melodía, su rostro se relajó su paso por las calles se volvió más alegre e incluso seguía el ritmo con el pulgar de la mano libre.
Al llegar a la parada del autobús no tuvo que esperarse más que por hacer cola al entrar al vehículo. Una vez en el interior dejó la mirada perdida hacia el exterior de ese trato metálico torpe y grande y reconoció unos a una persona fuera de este.

Se había puesto las gafas de sol para pasar más inadvertida pero aún así su presa la había detectado. Intentó esconderse aún más en sí misma, haciéndose pequeña y dando unos pasos pequeños hacia atrás al sentirse acorralada por esos ojos oscuros y enfadados.

Al verla todo su alrededor ennegreció, se fijó en ella y la sangre que corría por sus venas empezó a producirle más y más calor. No podía permitirse el hecho de verla, ni ahora ni nunca, pero sus ojos no podían apartarse de esa pequeña chica temblorosa.

El autobús arrancó produciendo un estruendo y una nube espesa de humo negro, Javier seguía mirándola, aún moviendo la cabeza hasta que por lejanía ya no pudo reconocerla de todo el bullicio. Cerró los ojos, bajó la mirada y la cabeza y miró sus zapatos numero 43 manchados y desgastados por el paso del tiempo. Sus labios se movieron tarareando la canción que sonaba entonces en su reproductor:
No quiero verla más, que no, que no No quiero verla más, que no No quiero verla más, que no, que no  
No quiero verla en ningún lugar Sacarla de mi imaginación Porque no me deja reaccionar 
Mariana se quedó allí quieta observando como se iba ese autobús verde, el número 4. Dónde cada día veía se subían las mismas personas pero no con las mismas preocupaciones o intereses.
Se retiró las gafas de sol se colocó la mochila en su espalda y empezó a andar en la dirección opuesta al número 4.

jueves, 1 de octubre de 2015

Nogal creciente

Pequeños recuerdos.
Otoño. En el patio los árboles se balanceaban por el frío viento. Las pocas hojas que quedaban bailaban, procurando no toparse con la de enfrente, todas intentaban ir a una con el vaivén del roble.
El suelo estaba cubierto de hojas muertas de hierbajos sin apenas color y el sol apenas saludaba.

Un caballo negro de plástico con ojos inánimes galopaba por el salón, la alfombra representaba el gran desierto cuyo nadie nunca conocería. Veloz, que así se llamaba nuestro amigo era esclavo de días y días de cansancio, pues su amo no daba tregua y le ordenaba recorrerse una y otra vez el desierto, por no hablar de las montañas rocosas situadas al oeste, cuyas cumbres llegaban a besar las nubes.

Veloz estaba a punto de llegar al final del trayecto cuando hubo que interrumpir la marcha. Era la hora de comer y Mariana debía nutrirse para poder ponerse sana de ese resfriado que había cogido en el patio del colegio.

Un buen plato de sopa caliente le esperaba en lo alto de las montañas rocosas, junto al plato, un vaso de agua con un medicamento efervescente sacando sus burbujas. Mariana tenia 7 años, sus manos aún no eran lo suficiente grandes como para sostener su libro favorito y sus mejillas sonrojadas por la fiebre, le hacía resaltar aún más sus ojitos verdes, aún inocentes.

Papá no estaba.  Llevaba varios días sin verlo pues llegaba tarde y se marchaba pronto, muy pronto. Lo echaba de menos, ya podría el quedarse en casa jugando a recorrer los mundos junto a ella, podría hacerse el malo, pensaba la niña. Pero Mariana era demasiado pequeña para darse cuenta de la situación que tenia encima, sus ojos tampoco querían asimilarlo Así que cuando veía o escuchaba algo raro cogía a su amigo peludo, Fisher y se lo llevaba a su habitación.

El pobre gato intentaba escaparse una y otra vez al saber que Mariana lo vestiría de princesa o que le haría la permanente en las uñas, pero la pequeña, inteligente por su edad había encontrado el método de que su querido amigo se mantuviera quieto…

Papá era un hombre grande y fuerte, tenía una voz grave que a cualquier niño asustaría al enfadarse. Su bigote largo y espeso le daba un aire aún más serio del que ya tenia el hombre. Hacía un par de años que Manuel trabajaba en una gran empresa. No en un gran puesto pero al menos llegaban a fin de mes. Mariana estaba muy orgullosa de el ya que era un señor con traje y maletín por lo que ella creía que era el más importante del mundo.

Mamá en cambio era bajita y regordeta, no superaba el metro cincuenta. Tenía una naricita curiosa, era pequeña muy finita i acabada en punta. Ella siempre llevaba el pelo ligado a un moño impecable, junto a sus vestidos de estar y unos tacones ortopédicos que ayudaban a no parecer tan pequeña al lado de las otras madres. Cecilia no trabajaba por aquellos tiempos, su enfermedad ya no le dejaba e intentaba ayudar en lo que podía pero la abuela había venido a vivir a casa para ayudar en lo que Cecilia no podía realizar.


Mamá sufría de una esclerosis múltiple ya avanzada.